lunes, 4 de septiembre de 2017

Música y esoterismo

A lo largo de los tiempos, el mundo casi siempre fue un lugar encantado. Sin embargo, a medida que los valores materiales y racionalistas fueron cobrando preponderancia, los valores espirituales desaparecieron en proporción directa. Una vez desarraigado el mundo de los símbolos, las manifestaciones artísticas quedan aisladas del mito y de la concepción sacramental.
Tradicionalmente, los artistas han utilizado el arte como un medio material para alcanzar unos fines espirituales. Muchos sociólogos no dejan de señalar el hecho de que nunca se ha tenido noticia de una sociedad humana que viviese ajena a la idea de un orden sobrenatural o de unas fuerzas místicas regidoras de los sucesos cotidianos. En cambio, la sociedad occidental que surge a partir de la Revolución francesa, contraria, según la concepción científica del mundo, al reconocimiento de cualquier experiencia imposible de ser probada racionalmente, se propone desacreditar lo místico, convencido de que el hombre ha de prescindir de tal “sobrecarga”, de que ha de afrontar la realidad sin ningún tipo de superstición.
Que tal actitud no es propia de la condición original del hombre lo demuestran Max Weber y Emile Durkheim cuando afirman que el impulso religioso, lejos de ser una superestructura o una ilusión, es necesario para el funcionamiento de la sociedad y, además, constituye un mecanismo de integración indispensable. Alexis de Tocqueville llega a escribir: “Los hombres no pueden abandonar su fe religiosa sin que se produzca una aberración de la razón y una especie de violación de su verdadera naturaleza, de manera que la incredulidad será un accidente y la fe el único estado permanente del hombre”.
El surgimiento en los últimos años del siglo XIX de diversas doctrinas y enseñanzas de signo místico, propicia la recuperación de los ideales espirituales. Las letras, las artes y la música se benefician del auge de tales corrientes. Ya el filósofo y fundador de la Antroposofía, Rudolf Steiner, intuía, a inicios del siglo XX, que “el desarrollo de la música del futuro tendería hacia la espiritualización, e implicará un reconocimiento del carácter especial del sonido como ente aislado”. Steiner parecía comprender con lucidez que la suya era una etapa histórica en la que la materia sonora estaba llamada a jugar un papel preponderante en el discurso musical occidental.
En la música, la recuperación del mito y los valores espirituales, además de la búsqueda de una irracionalidad típicamente prerrenacentista, empieza a vislumbrarse con Claude Debussy (lo sobrenatural, en la ópera Pellèas et Mélisande, el deleite por el sonido mismo) y encuentra en la Rusia prerrevolucionaria una figura altamente singular: Alexander Scriabin. La idea wagneriana de convertir el teatro en un templo es la preocupación mayor del Scriabin influido por el teosofismo promulgado por la doctora H. P. Blavatsky. El músico, en las notas que preparara para su obra inacabada El acto previo, nos deja constancia de su interés por la construcción de un templo en la residencia de Teosofía de Madrás, en la India. La obsesión de Scriabin por la representación de un Misterio (síntesis de sonidos, danzas y colores) proviene de su continua búsqueda de un espacio nuevo, algún particular Bayreuth, en el que le fuera posible al compositor llegar a la consecución final de toda alquimia espiritual: la integración cósmica, la regeneración del mundo entero y todas las criaturas espirituales en éxtasis. Aunque Madame Blavatsky nunca menciona en sus libros (“Isis sin velo, “La doctrina secreta”) el término éxtasis, Scriabin lo emplea intentando plasmar en él su idea de síntesis divina capaz de englobar todo el Universo en el instante último del ser: “El éxtasis es una cima”, dice el compositor. En tanto que pensamiento, el éxtasis es síntesis absoluta; en tanto que sentimiento, el éxtasis es placer infinito y bajo esta forma espacial, el éxtasis es manifestación extrema y, a la vez, destrucción”). Todo el programa doctrinal de la Sociedad Teosófica figura inscrito en la portada de la partitura de Prometeo: el Poema del Fuego. En el dibujo, original de Jean Deville, son perceptibles la serpiente Uroboros (el equivalente del andrógino celeste, el despertar a la vida consciente), la cola del Uroboros (la sustancia primordial, el caos) y la excrecencia o llama entre los ojos (el “tercer ojo” u órgano de la clarividencia). Por su parte, la flor del dibujo equivale, en la psicología mística hindú, al sexto chakra o “centro espiritual”. Con la obra Prometeo, pretendía Scriabin llevar a la práctica lo que se conocía en el siglo XIX como Ley de la Analogía Universal o Teoria de las Correspondencias, tan afín a todos los alquimistas, ocultistas y rosacruces célebres (Lulio, Paracelso, Boehme, Fludd, Swedenborg) y presente, incluso, en la obra de algunos intelectuales del XIX: Balzac, Baudelaire, Nerval, Poe y el ruso Andrei Biely. De la teoría de las correspondencias o ley que rige todo el Universo, el microcosmos y el macrocosmos, deduce Scriabin que la verdadera sustancia de los estados de conciencia es la Vibración: “Las cosas se distinguen entre sí por el grado de intensidad de su actividad, es decir, por el número de vibraciones en una unidad de tiempo dada”. Las dos bases que sostienen, en particular, la obra Prometeo (la Armonía Universal y la Vibración) conducen finalmente al músico a establecer una correspondencia entre los sonidos y los colores bajo la forma conocida como “sinestesia” o audición “coloreada” que, por cierto, como fenómeno de la psicofisiología de la percepción, tendrían que diferir sus efectos según la sensibilidad de cada individuo.
La correspondencia entre los sonidos y los colores ocupa buena parte de las obsesiones de Ivan Wyschnegradsky, el fiel seguidor de las ideas de Scriabin. En la soledad de su vida de anacoreta en la ciudad de París, Wyschnegradsky pretendía establecer, paralelamente a la escala cromática de los doce sonidos, y en una organización circular, una escala gradual basada en doce colores diferentes. Al igual que el autor de Prometeo, Wyschnegradsky imagina la creación de una macroobra, a modo de acto supremo, a celebrar en un templo, con la intención de unir todas las artes y provocar el encuentro redentor capaz de reanimar las fuerzas de la consciencia cósmica escondida en lo más profundo del ser humano.
A las ideas de Wyschnegradsky, Nikolai Obujov añade una componente poética. También exiliado en París en los años veinte, Obujov se siente imbuido de un profundo misticismo que acaba en una fuerte crisis de fe cristiana de la que son testigos los títulos de las obras de ese período: El libro de la vida, El rey del mundo ha venido, La paz para los reconciliados. Como en la Rusia ortodoxa, domina en él la idea de que las imágenes religiosas son regalos del cielo y no obra de los humanos, terminando por considerar su propias obras como “tablas de símbolos y formas para el culto” y a él mismo como “revelador” o “comunicador”, y nunca como autor, de las distintas secciones de sus partituras.
El encuentro de Ferruccio Busoni con Scriabin en San Petersburgo el 18 de Noviembre de 1912 coincide con la época en que el autor del Doktor Faust se siente más atraído por el ocultismo. De cualquier forma, en todo ese tiempo brilla por su ausencia en el pensamiento musical de Busoni influencia alguna de las ideas del músico ruso. Al compositor y teórico de Trieste le interesa sobre todo la posibilidad de usar la clarividencia con el fin de penetrar en los misterios del tiempo, conocer el futuro, pero también el remoto pasado. La hipótesis de Busoni sobre la omnipotencia del tiempo se resume en la propia intención: “Resolver la dualidad muerte-eternidad: el futuro está en el pasado y viceversa, la evanescencia del presente está abolida, pues el presente se halla en todas partes al mismo tiempo; el aquí y el ahora tienen lugar a la vez que sucedió hace un billón de años-luz”.
El acercamiento al ocultismo por parte de Busoni es mucho más distante que el de otros compositores contemporáneos, inmersos en una época, la de principios del siglo XX, que está fuertemente marcada por las experiencias espirituales, por las sugestiones de la hipnosis. En su actitud objetiva, a Busoni lo que más le importa es penetrar en el alma de las figuras míticas de su devoción (Leonardo Da Vinci, Dante, Fausto). Para Busoni se hace necesaria la contemplación del mundo absoluto, de la música ´”más allá del Bien y del Mal”. Prima, pues, la idea fija, la misma que vertebra su obra magna, Doktor Faust: la intercambiabilidad de lo divino y lo humano.
Como Busoni, Edgar Varèse se aproxima al esoterismo de una manera objetiva. Acerca de los fines encantatorios de la música contenida en su pieza Arcana, donde incluye una mención muy particular a España, Varése escribe: “La música encantatoria crea una especial expectación en el oyente, quien espera la presencia de un elemento mágico”. El texto del compositor continua así: “El sentido profundo de la encantación reside en el hecho de que el receptor no piensa ya en sí mismo. Es una fuerza que atrapa y enciende como en España los toros o el catolicismo. No se puede resolver por sí misma la encantación; más bien culmina en la desmaterialización. La música es a la vez el arte más abstracto y el más físico”. Parece demostrado que Varèse es el único compositor de renombre influido por las ideas que promulgara en el siglo XIX Joseph Wronski. La Ley de la Creación de Wronski se puede emparentar con las formas arquetípicas de Platón. Según Wronski, “el complemento necesario de esta ley de Creación es la Ley de Progreso, según la cual el mundo se desarrolla fuertemente por las actividades del género humano. La Ley de Creación se manifiesta en todos los campos científicos y artísticos como un conjunto de principios universales; la Ley de Progreso controla los problemas universales en cada uno de los campos”. Las masas sonoras dispuestas por Varèse en piezas como Amériques, Arcana o Déserts, en continua expansión, en perpetuo desarrollo orgánico y que dan la sensación de provenir de los mismos confines del Universo, parecen corresponder a las teorías de Wronski. Más allá de Wronski, se sabe que Varèse era un gran admirador de los alquimistas del Renacimiento, en especial Paracelso. Y se sabe también que el músico llegó a estudiar con atención los principios de la astronomía hermética, de la que extrae importantes aplicaciones para su obra, aplicaciones que estimulaban su imaginación: “El arte no se origina en la razón. Un exceso de razón es mortal. La belleza no  proviene de una fórmula. Es la imaginación la que da forma a los sueños”. Como los alquimistas, Varèse pretendía la transmutación de los elementos puestos en juego. Cada célula sonora de su música obedece a los principios expresados por Paracelso, pero también por Kepler y Leonardo: los sonidos se someten a un proceso de diferentes tensiones y funciones de gravitación. Varèse no desarrolla ni transforma los materiales sonoros, los transmuta. A este respecto, es interesante observar que, siendo aún alumno del Conservatorio de París, Varèse escribió un par de obras de escaso calado, hoy perdidas, cuyos títulos son: Tres piezas para orquesta y Le fils des étoiles, a partir de textos preparados por el “Sar” Peladan, el rosacruciano y ocultista amigo de Satie.
Erik Satie encuentra al “Sar” Peladan en el café “Le chat noir” justo en el momento en que éste último está a punto de crear su particular “Ordre de la Rose + Croix Catholique”. Satie es nombrado músico oficial de la Orden, para la que compone Le fils des étoiles y Les sonneries de la Rose + Croix. El “espécimen social perfecto de decadencia“, con que fuera calificado el “Sar” Peladan, ejerció, al parecer, una influencia notable sobre Satie. Pero, ¿quién era el  “Sar” Peladan?. Se le ha llamado “artista compulsivo, cuya mayor creación fue su propia personalidad”. Hijo del director de una publicación de tipo religioso y literario de Lyon, Joseph Peladan se sintió impulsado hacia el estudio del ocultismo por su hermano mayor, Antonin Peladan. Tras su asociación con el ocultista Stanislas de Guaita, Peladan decide revivir el rosacrucismo y escribe a renglón seguido el libro “El Vicio supremo”, forma una nueva agrupación de signo rosacruciano, se autonombra “Sar” y acude al festival wagneriano de Bayreuth donde, en 1888, la contemplación de Parsifal le supondrá una especie de revelación. Peladan, a continuación, viaja a Tierra Santa; allí, según sus biógrafos, “…hace un descubrimiento tan asombroso que, de haberse dado a conocer en otra época, hubiera sacudido los cimientos del mundo católico”. Peladan confesó haber hallado la auténtica tumba de Jesús en la mezquita de Omar. A su vuelta a París funda la Orden de la “Rose + Croix Catholique du Temple et du Graal” y abre el salón de exposiciones “La Rose + Croix”. Cuando el salón cierra sus puertas, ya Satie se ha independizado del “Sar” y se ha decidido por fundar, junto a Jules Bois, la revista “Le Coeur”. Bois, antiguo rival de Peladan y autor de conferencias acerca de los misterios de todos los tiempos, es el autor del drama esotérico La porte héroïque du Ciel, para el que Satie compuso su célebre Preludio. En el seno de la misma revista “Le Coeur” será donde Satie publique su opúsculo “Epître aux artistes catholiques”, seguida de la sexta de sus Gnossiennes. En el último número de la revista llegará a incluir extractos de “La Doctrina Secreta”, de Madame Blavatsky.
Con la fundación de su propia capilla, la “Église metropolitaine d’art de Jésus Conducteur”, Satie manifiesta con mucho mayor fanatismo su interés por el esoterismo. Fiel imitación de la del “Sar” Peladan, la iglesia de Satie pretendía desvelar los secretos del ocultismo. Pero la realidad fue bien distinta. Satie da vía libre a todo un rosario de insultos a sus enemigos (dogmas rigurosos y que hoy parecen extravagantes, como la misoginia: “Los responsables de la decadencia estética y moral serán excomulgados” (…) “la mujer es un animal impuro”) y ofrece algunos relatos de propia invención poco verosímiles, todos expresados en el cuadro de una piedad católica exaltada. Sin embargo, restos de su interés por el rosacrucismo son observables en el Satie posterior, el volcado hacia el lado más humanístico de la composición musical. Sabemos que obras como Sarabandes, las Gymnopédieso los Morceaux en forme de poire están formados por conjuntos de tres piezas. El número 3 revela en estas obras una existencia secreta, gracias al papel preponderante atribuido al intervalo de sexta. Evidentemente, el intervalo de sexta no resulta de la superposición de dos “terceras”, pero el 6 se sobreentiende que es la suma de 3 y 3. Ello equivale al signo de una superstición en torno al símbolo numérico. Se ha demostrado que Satie consideraba el simbolismo del número 3 en relación con una manera particular de componer y escuchar la música. Ejemplo claro de actitud mística, por otra parte, la obra Vexations (concebida como una especie de carta zodiacal de acordes de sexta y de cuarta aumentada) consiste en 840 repeticiones de un mismo motivo. La pieza, según el autor, “debe interpretarse en el más absoluto silencio e inmovilidad” y está destinada a “conservar una disciplina interior”. El simbolismo “trinitario” de la secta Rosacruz alimenta toda esta serie de creaciones musicales de Satie. El uso del número 3 evidencia el culto rosacruciano de la tercera persona divina. Las reglas de la Orden exigen el juramento de tres votos, distinguiéndose tres grados (Ecuyeurs, Chevaliers, Commandeurs”), tres tipos de actividad y tres cualidades “ortodoxas”: belleza, caridad y sutilidad.
El 2 de Marzo de 1892, el mismo año en que Satie y Debussy se conocen, la revista “Le Saint Graal” anuncia que el Thétrae de l’Art ofrecerá en breve Las bodas de Satanás original del satanista Jules Bois (el mismo editor de “Le Coeur”) acompañada con música compuesta por Claude Debussy. No obstante, Debussy, mediante una carta no tarda en excusarse amablemente ante Bois declinando la invitación en razón de la falta de una orquesta adecuada para la representación. El primer encuentro de Debussy con Jules Bois tuvo lugar en la librería regentada por Edmond Bailly, uno de los más fieles seguidores de la doctrina teosófica de Madame Blavastky en la Francia de finales del siglo XIX. “L’Art Indépendant”, la librería fundada por Bailly en 1885, jugó un papel principal en la propagación de las ideas esotéricas, pero también artísticas, en el París finisecular. Allí, no lejos de la Ópera, estetas, simbolistas y ocultistas se daban cita para editar y divulgar sus obras, comprar libros o escuchar música. Era del todo normal encontrar en la librería de Bailly a personajes como Baudelaire, Villiers de l’Isle Adam, Odilon Redon, Pierre Louys, Mallarmé o Toulouse-Lautrec. Debussy, uno de los más asiduos visitantes, solía ir a veces acompañado por su amigo Erik Satie. Sin ninguna duda fue en aquel ambiente donde Debussy debió tomar contacto con las formas musicales provenientes de Oriente. Hay que tener en cuenta, al respecto, que el cantante hindú Nagenda Nath Ray, amigo de Bailly, amenizó con sus actuaciones buena parte de las reuniones que en 1896 hubo en “L’Art Indépendant”. El interés de Debussy por el mundo esotérico se desarrolla más exactamente fuera del ambiente de la librería. En 1885, viviendo en Roma, Debussy solicita por carta a la librería “Baron” los títulos “Rose + Croix”, de Albert Jounet y “Le chemin de la Croix”, de Charles Morice. Más adelante, en 1912, Debussy firmará un contrato con el mismo Morice para una versión en tres actos de “Crimen Amoris”, de Paul Verlaine. El poeta ya había mencionado este “Misterio” en 1881 a su cuñado, Charles de Sivry, un músico bohemio que llegó a tocar, como Satie, en el “Chat noir” y, como tantos en aquella época, se confesaba apasionado del ocultismo, la cábala y la alquimia. Fue a través de su amistad con Sivry como Debussy tuvo acceso al mundo esotérico en su juventud. El interés del autor de La mer por los temas propuestos en el “Axel”, de Villiers, el “Pèlerin d’amour”, de Michelet o en el “Drame cosmogonique”, de Blanche, para adaptarlos al pentagrama y el empleo de la “sección áurea” muestran que la simpatía de Debussy por el esoterismo no se apagó con el transcurso de los años. A partir de Ariettes oubliées es perceptible, en efecto, un uso casi sistemático de la “sección áurea”, sin duda debido a la influencia que sobre él ejerciera el artículo de Charles Henry “L’introduction à une esthétique scientifique”, aparecido en 1885, en la que el autor hace una relación de los artistas y creadores (Da Vinci, Poe, Rameau) interesados en las correspondencias entre las artes y la “Divina Proporción”, es decir, la llamada “sección áurea”. Nos interesa, en este momento, conocer al menos una síntesis del sistema filosófico que sostiene el pensamiento de Henry, toda vez que casa perfectamente con el ideal musical de Debussy: “Sólo hay dos maneras de considerar las cosas –dice Henry-, estudiarlas según su transformación, sus leyes y sus causas, o sea, objetivamente: ese es el fin de la Filosofía Natural, o bien representar las cosas en relación con nosotros mismos –tristes o alegres, agradables o desagradables, bellas o feas-, es decir, subjetivamente. Ese es el fin del Arte. Aún no existe una estética de los sabores ni los olores, ni de las artes que las corresponden; las cosas estéticas se reducen, pues, para nosotros, a formas, a colores y a sonidos”.
La ciudad de Viena participa también de esta oleada de entusiasmo por la mística y las ciencias ocultas que invade muchos de los centros intelectuales europeos del primer tercio del siglo XX. De entre los libros que circulaban por la capital del Imperio dedicados al esoterismo, los consagrados a la astrología, con sus dosis de psicología práctica, cálculo aritmético y sistemas de predicción, eran los que más llamaban la atención de la élite. El auge de la astrología, pero también del movimiento teosófico, encuentra en los músicos de la Escuela de Viena un ambiente especialmente receptivo. Alban Berg, el más abierto de carácter, es presa fácil de las teorías que acerca de los biorritmos diera a conocer el doctor Wilhelm Fliess. Según Fliess, en lugar de 23 ritmos periódicos al día, cada persona tiene en realidad 9 ó 10 “controles cíclicos”, todos causados en virtud de la situación de los planetas y las estrellas, lo que incide de manera sutil, pero aritméticamente fácil de predecir, en los cambios de comportamiento de los seres humanos. Berg asimila hasta tal punto la teoría de Fliess que llega a considerarse dentro de ese reducido grupo de personas para las cuales el concepto del Número deja de ser entendido como elemento de cálculo para constituirse en dato fundamental, fuente de inspiración y arquetipo. En otras palabras, la mentalidad de Berg se encontraba predispuesta a favor de la fascinación que la numerología y la astrología, en forma de biorritmos y de números primos, ejercía de manera evidente sobre el artista moderno. A este respecto, la superstición del compositor hacia el número 23 se hace especialmente representativa. El número 23, en efecto, está estrechamente ligado al destino personal de Berg. Coincide, por ejemplo, su primer ataque de asma en un 23 de Julio, aunque jamás se ha averiguado si tuvo lugar en 1900 o en 1908, cuando el músico contaba precisamente 23 años de edad. En su mismo lecho de muerte, Berg estaba firmemente convencido de que moriría un día 23, o al menos de que ese día habría de resultar decisivo. Sabemos que el músico murió justamente antes de medianoche de un 23 de Diciembre. Veinte años antes, en 1915, Berg escribía en una carta a Schönberg: “El número 23 posee una gran importancia para mí. Ya han sucedido diversos casos en los que me he topado con ese número”. Berg se siente tan obsesionado por el 23 que hasta lo encuentra en las fechas de las cartas que le manda Schönberg, e incluso llega a comprobar el coste de algunos telegramas. Le escribe a Schönberg: “Tu segundo telegrama costó 11, 50, es decir, el resultado de multiplicar 50 por 23”.
Oskar Adler, en la carta astral que le hace a Berg, ya le advierte de la fuerte presencia del número 23 en su vida. Adler, el astrólogo que tanto predicamento tuviera entre la intelectualidad vienesa, influirá, por otra parte, en Schönberg de tal modo que éste pondrá a su hijo el nombre de Ronald (el anagrama de Arnold), según él, “por razones astrológicas”. La resonancia del número, del símbolo, halla “campo abonado” en una sensibilidad tan impresionable como la de Berg, quien inserta pistas de tipo subliminal en la ópera Lulu (“Alwa” – Alban, “Sr. Schön” -berg) y en la Suite Lírica (el cuarteto de cuerdas, como se sabe, se basa en una serie que comienza en FA –en alemán, F- y termina en SI –H en alemán-; F y H coinciden con las iniciales de Hanna Fuchs, la amiga de origen checo del compositor. El motivo conductor de la obra acoge las iniciales del nombre de Berg y el de la propia Hanna (A/B, H/F = LA/SI bemol, SI/FA). En Wozzeck, pone Berg en práctica su obsesión por el simbolismo de los números, y en particular en la Escena Cuarta del Acto Primero, por el número 7 (el tema de la passacaglia, de siete compases, contiene 21 variaciones –3 por siete-). Para Mosco Carner, uno de los biógrafos de Berg, la significación del 7, un “número santo” (que volveremos a encontrar en la Escena de la Biblia Acto tercero, Escena Primera del Wozzeck), se le escapa totalmente y lo asocia con algún significado de tipo personal. Más modernamente, Harry Halbreich, en la frase pronunciada por Wozzeck en la misma Escena Cuarta (variación duodécima: “Círculos de líneas, figuras… ¡Quién pudiera descifrarlos!”), observa el trazo de un círculo en el pentagrama. El canto de Wozzeck dibuja todo un sistema geométrico de progresiones ascendentes (“Linien, Kreise, Figuren”) y descendentes (“Wer das lesen könnte”), mientras la orquesta (celesta, arpa, dos violoncellos) traza un diseño circular de una armonía similar en cinco tempos diferentes. Por su parte, Geoffrey Poole llega a comparar semejante procedimiento con la estructura del sistema solar.
Cuando en 1915 Berg confiesa a Schönberg su obsesión por el número 23, el autor del Pierrot lleva ya tres años en plena crisis espiritual. Schönberg, desilusionado ante el mensaje poco convincente de las religiones reveladas, considera que después de haber formulado la idea inexpresable de Dios, una doctrina como la cristiana se convierte en caricatura de sí misma, en una esclavitud y un nuevo fetichismo. Por tanto, se decide por la enseñanza teosófica, tan en boga en aquella época, como ya hemos visto. H. H. Stuckenschmidt, que reconoce no haber hallado ninguna prueba fehaciente en la biblioteca personal del músico de que éste hubiera leído las obras de H. P. Blavatsky o los escritos antroposóficos de Steiner, recoge en su biografía sobre Schönberg la opinión que Walter Klein expresara en su artículo “El elemento teosófico en la concepción del mundo de Schönberg”. Para Klein es la actitud interior la que hace al teósofo; la fe forma parte de esa espiritualidad y, al mismo tiempo, es la que conduce el camino del hombre a través de innumerables reencarnaciones hacia formas cada vez más elevadas de existencia.
Las composiciones La escala de Jacob y La mano feliz se ven impregnadas del tono de crisis espiritual en la que se hallaba el músico, justamente cuando acaba de tomar contacto con la novela mística de Balzac “Jeraphita”, con el “Inferno” de Strindberg y los textos visionarios de Swedenborg. “Llevo un tiempo pensando en escribir un oratorio –revela Schönberg a su amigo, el poeta Richard Dehmel- cuyo tema sería el siguiente: el materialismo y el socialismo han llevado al hombre a un estado de ateísmo y anarquía, aunque conserva en su profundo interior un vestigio de fe (en forma de superstición): el hombre moderno combate contra Dios (como demuestra “El combate de Jacob”, de Strindberg) y acaba por descubrirlo y por recuperar su fe. ¡Aprender a rezar!”. Curiosamente, la organización de La escala La mano feliz, su plan extramusical, guarda más de una relación con las ideas místicas de Scriabin. En la particela de La escala de Jacob, Schönberg hace mención a la disposición del material (“Al coro y a los solistas que irrumpen en un principio sobre la tarima del escenario se les añadirán luego otra sección coral y la orquesta desde posiciones más lejanas a los espectadores, de modo que al final la música se expande sobre la sala desde todas partes”), una disposición, como se aprecia, que hubiera firmado el mismo Scriabin. Tampoco a Schönberg se le escapa el recurso a las correspondencias de los colores en la elaboración de La mano feliz. A una cuidada gradación cromática, Schönberg agrega en esta obra una serie de símbolos de difícil interpretación, como el animal fabuloso, semejante a un gato, colocado, según relata Stuckenschmidt, “en la nuca del hombre, o en las cabezas de turcos cortadas que cuelgan de su cinturón”.
Si el número 23 supone para Berg motivo de superstición, el 13 será la causa de no pocas inquietudes en la vida de Schönberg. En la página 13 del Concierto para violín aparece escrito en tinta china: “Aquí me detuve, cuando me faltaban 29 compases que solo estaban esbozados, y tuve que meterme en cama el 15 de Septiembre (de 1935). Página 13. Arnold Schönberg”. A pie de esa misma página escribe: “Nadie se va a creer que cuando anoté en la partitura el compás 222 pensé lo siguiente: esta vez no me he confundido en la numeración de los compases, y más tarde pensé: bueno, se acabó. Un minuto más tarde descubrí que en el compás 223 me había olvidado de anotar el número ¡en la página 13! ¡justo donde me había interrumpido!”. En otra página anterior del original, Schönberg pudo comprobar que 169 (el número del compás recién escrito) era el resultado de multiplicar 13 por 13. Schönberg, que murió, recordemos, un día 13 de Julio del año 1954, nos da otra prueba de su superstición cuando el título de su ópera lo escribe en contra de la ortografía tradicional, Moses und Aron. De la otra forma (“Aaron”), el titulo hubiera tenido 13 letras…
El interés por el esoterismo mostrado por estos músicos de principios del siglo XX no se debe a un instinto escapista, sino a la profunda convicción de que, solamente por medio de la exploración integral de nuevos campos estéticos, se podía llegar a alcanzar una expresividad que no siguiera los patrones sobre los que se rigiera el pensamiento posromántico. No puede sorprender, por tanto, que artistas tan aparentemente dispares como Kandinsky, Klee, Mondrian, Gropius o los compositores Zemlinsky, Berg o Schönberg en Viena, Scriabin en Moscú, Satie en París o, incluso, Gustav Holst en Londres, estuviesen tan firmemente atados a disciplinas que, como la astrología, la literatura gnóstica o la frenología formaban en realidad parte sustancial del arte moderrnista. En las mismas ideas promovidas por Elena Petrovna Blavatsky está ya implícita la necesidad de crear un nuevo arte. Los principios de la, así llamada, “nueva era”, se derivaban tanto de fuentes hindúes (la creencia en el karma, en la reencarnación) como de las posibilidades que ofrecía el entonces balbuciente movimiento socialista. El talante progresista de la Teosofía, mostrado con profusión en los volúmenes “Isis sin velo” y “La doctrina secreta” y en los artículos aparecidos en el “Theosophical Journal” de Londres, ejercen, en efecto, y como hemos comprobado, una más que notable influencia en la Europa de finales del XIX y principios del XX. La lucha del artista por salvar al lenguaje del cliché al que se hallaba sometido, es la misma que impulsa a Blavatsky cuando, al fundar la Teosofía, quiere contrarrestar la incapacidad de las iglesias cristianas por transigir ante el darwinismo y el materialismo científico. Blavatsky intenta algo diferente: “Salvar las verdades arcaicas que son la base de toda religión y mostrar que el lado oculto de la naturaleza nunca ha sido considerado por la ciencia y la civilización modernas”. En la reconsideración de los valores culturales occidentales, la Teosofía recupera la tradición y el pensamiento hindúes y pone la mirada en una serie de temas que, secularmente, han sido rechazados por Occidente: la astrología, la gnosis, la danza sagrada, las mitologías no europeas… El que a partir de los últimos años del siglo XIX comience a proliferar en la música occidental el gusto por el color instrumental y aflore el inconformismo hacia la actitud burguesa que, a toda costa, desea salvaguardar el canon de belleza clásico “a la europea”, demuestran que revolución musical (dodecafonismo, escala de tonos enteros, microinterválica, el “acorde místico”…) y esoterismo se encontraban ligados por una finalidad común: dinamitar las conductas de apoltronamiento y sentar las bases para la expansión de la Nueva Música. Hoy seguimos bebiendo en esas fuentes.



Francisco Ramos
 


Extraido de:  http://www.sulponticello.com/musica-y-esoterismo/#.Wa1E4bLyjIV

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