martes, 24 de mayo de 2011

Vida Más Abundante

El gran cambio denominado, generalmente, muerte, no respeta a nadie. Llega, indistintamente, a los jóvenes, a los maduros y a los ancianos. Todos, sin excepción, son forzados a abandonar algún día su vestidura física y a encaminarse a una nueva residencia, más allá de nuestra presente esfera de percepción.



Sabiendo que este cambio es inevitable, se hace necesario aprender lo más posible sobre esa gran transición. Para los ignorantes, este fenómeno es algo que trasciende la razón y, por consiguiente, en el momento de tenerlo que enfrentar, sin víctimas de un miedo rayano en el pánico. Sin embargo, ese terror no ha existido siempre. En el lejano pasado, cuando la conciencia del hombre estaba más enfocada en los reinos espirituales que en el físico, la pérdida del cuerpo apenas era percibida. Él se sabía un espíritu y era, por tanto, consciente de que su cuerpo físico era algo que había adquirido, que conservaría durante un tiempo determinado y luego lo desecharía, como el árbol desecha la hoja, y lo reemplazaría por otro cuando fuese necesario.



De modo que, hasta que no perdió la visión de su morada celestial y la certeza de ser un espíritu inmortal que, de vez en cuando, ocupaba un cuerpo físico, no comenzó a identificarse con éste y a considerarlo como su yo real y, consecuentemente, a temer una hipotética existencia sin él. Así pues, la mayor parte de los humanos han enfocado hasta tal punto sus conciencias en lo material, que están convencidos de ser sus cuerpos físicos y de que, en el momento en que éstos sean aniquilados por la muerte, su existencia dejará de ser posible.



Al hombre o la mujer espiritualmente iluminados les parece casi imposible que tal condición pueda ser posible pero, desgraciadamente, lo confirma permanentemente nuestro entorno que entierra, sin esperanza, a sus ya llamados muertos, sin caer en la cuenta de que sus espíritus están regresando a su hogar en el mundo celestial para enlazar allí con una ininterrumpida existencia.



Para traer consuelo, pues, a aquéllos que no conocen los hechos relativos a la así llamada muerte, vamos a estudiar la verdad sobre este fenómeno.



El hombre, el YO real, es un espíritu puro diferenciado EN el cuerpo de Dios, constituído por el sistema solar entero, tanto lo visible como lo invisible de él. Su destino es llegar a ser un dios creador, como nos dice el iniciado Pablo. Para desarrollar sus potenciales poderes divinos, pasa por distintas fases evolutivas, desde la más etérea hasta la más densa, adquiriendo experiencias que, lenta pero indefectiblemente, permiten ese desarrollo. Durante un período de esa evolución reside en este plano terrestre y ocupa, de vez en cuando, un cuerpo físico. El tiempo que pasa aquí, sin embargo, es sólo una mínima parte de su existencia. El resto de ésta transcurre en esferas más elevadas, en las que recibe otras instrucciones y desarrolla otras tareas, siempre con la finalidad de transformar sus fuerzas latentes en energía dinámica, lista para ser empleada en cualquier momento bajo el control directo del propio espíritu, que es el verdadero YO.



Cada vez que un individuo desciende al plano terrestre, queda enclaustrado en un cuerpo físico, dependiendo la duración de su vida terrena del número de lecciones que ha venido a aprender. Hay egos que vienen para aprender lecciones sobre la construcción prenatal de cuerpos y que descartan su vehículo físico tan pronto como han cumplido ese objetivo, unos a los pocos días, otros tras unos meses y otros, pasados unos años. Los hay que emplean su cuerpo físico hasta la adolescencia o hasta la edad adulta o hasta la vejez. Pero siempre, la duración de la vida dependerá del aprendizaje de ciertas lecciones que son necesarias para avanzar en su evolución y nunca del azar.



Debido al erróneo empleo de su libre albedrío, hay quienes, al fallecer sus allegados, mediante sus lamentaciones y confusión subsiguientes, hacen fracasar temporalmente los planes de la naturaleza al impedirles realizar en sus vehículos superiores la grabación del panorama de la vida que ha concluído, elemento esencial para su subsiguiente progreso en el mundo celestial. En tales casos, ese espíritu regresa junto a los responsables de tal pérdida, renace en su hogar y muere de niño a la vida terrena, para ir directamente al Primer Cielo, donde se le imparten las lecciones que se contenían en la grabación frustrada.



Al tiempo de fallecer, tanto los niños como los adultos son recibidos por parientes y amigos cariñoso y, a veces, por ángeles, que les ayudan a adaptarse a la existencia en el más allá.



La vida de los niños en el mundo celestial excede en hermosura a todo lo imaginable. Cuando los padres conozcan la deliciosa existencia que sus pequeños disfrutan y comprendan los grandes beneficios que para sus hijos supone esa limitada permanencia allí, su pena quedará considerablemente mitigada y las heridas de sus corazones sanarán más rápidamente.



Los que abandonan sus cuerpos físicos en condiciones normales quedan completamente liberados de ellos apenas se concluye la grabación en el cuerpo de deseos del panorama de la vida recién vivida. Debería proporcionarse al espíritu tres días y medio de quietud y silencio tras la muerte, para permitir la correcta grabación del panorama de la vida terrena, conservado en el éter reflector del cuerpo vital, en el átomo simiente del cuerpo de deseos, vehículo éste en que el Espíritu funcionará en los mundos superiores. Las imágenes transferidas al cuerpo de deseos, vehículo de los sentimientos y las emociones, serán la base de los sufrimientos que experimentará el espíritu en el Purgatorio por las malas acciones cometidas, y del disfrute por las buenas, en el Primer Cielo.



El tiempo de permanencia en el Purgatorio puede acortarse si el Espíritu reconoce el mal causado y los errores cometidos cuando las correspondientes imágenes aparecen en el panorama de su vida, y no trata de excusarse o de justificarse o se deja llevar de nuevo por la ira o el odio del pasado. Esta cooperación voluntaria por parte del Espíritu reduce considerablemente el dolor derivado de la purgación que sigue a la muerte.



En cuanto el cuerpo físico es abandonado, se abren las puertas al reino elemental; las fuerzas que compenetran la tierra, el agua, el aire y el fuego se retiran de la forma inanimada, y los componentes del cuerpo son restituidos a sus respectivos reinos. La extraña sensación que produce una cámara mortuoria y el miedo que la mayoría de la gente tiene a los muertos son debidos al estrecho contacto que en esos momentos existe entre esos seres elementales y los humanos que rodean el cuerpo inanimado. Esas fuerzas están siempre presentes y son extremadamente activas cuando se desintegra cualquier clase de materia orgánica y sus partículas componentes se reintegran a las respectivas esferas.



El sufrimiento, las lamentaciones, los pensamientos de desesperación y la añoranza y deseos de que regrese el difunto, no hacen más que mantener al Espíritu pegado a la tierra, impidiéndole tomar parte en las actividades propias de su nueva vida.



En cambio, los pensamientos de amor, de ánimo, de esperanza, de alegría y buena voluntad, son todos beneficiosos y de valor realmente inestimable.



En vez, pues, de abandonarnos a prácticas dañinas que, en realidad, impiden el progreso del Espíritu que se ha ido, debemos orar cada noche, pidiendo que se nos permita, al dormirnos, ir junto al ser querido. El deseo nos transportará inmediatamente allí y podremos pasar horas en su compañía, lo que resultará más provechoso para ambos y, con el tiempo, hará posible traer, al regresar a la conciencia de vigilia, muchas de las experiencias vividas en los planos invisibles. Del mismo modo y con el mismo método, podemos encontrar en la región purgatorial a amigos difuntos y acortar considerablemente su permanencia en ella.



El tiempo que se permanece en el Purgatorio es comparativamente corto: más o menos, un tercio del vivido en el Mundo Físico. En cambio, la vida en el Primer Cielo dura cientos de años. Es una región de alegría, sin un solo momento de amargura. Allí la enfermedad, la tristeza y el dolor son desconocidos, y se desarrollan todas las actividades ennoblecedoras a cuya realización ha aspirado el espíritu sin lograr llevarlas a cabo. Hermosas casas, flores, árboles, etc. están hechos de la sutil sustancia del Mundo del Deseo que, no obstante, para los habitantes del mundo celeste, resulta tan tangible como nuestras posesiones materiales lo son aquí para nosotros.



Esa gloriosa región del Cielo es, pues, un lugar de progreso y contiene todo lo bueno y deseable a las aspiraciones humanas. Allí el estudiante y el filósofo tienen acceso instantáneo a todas las bibliotecas del mundo; el artista, con el poder de su imaginación, puede crear formas en vivos colores de centelleante vida y hermosura inconcebible aquí; el escultor puede moldear con facilidad los materiales plásticos de ese mundo en estatuas cuya delicada belleza nunca había imaginado durante su vida terrena; el músico se beneficia también grandemente y escucha el eco de melodías celestiales mucho más dulces y más permanentes que nunca oyera en la tierra, y su Espíritu se deleita con su exquisita armonía. El poeta encuentra una inusitada inspiración en cuadros, música y colores, que podrá usar en su próxima encarnación; y el filántropo elabora planes altruistas para desarrollarlos en sus futuras vidas.



En esa región vemos la razón de los fracasos del pasado y aprendemos cómo vencer los obstáculos y evitar los errores que nos impidieron realizar nuestros planes.



Así que, tras una corta estancia purificadora en el Purgatorio, ésta es la región en la que pueden ser localizados nuestros seres queridos, preparándose para una próxima vida más eficiente y más amplia en los años por venir.



Concluyendo, recordemos que el Espíritu, el hombre o la mujer reales, es inmortal y, por tanto, no puede morir. De modo que la palabra muerte, aplicada al corte de la conexión del Espíritu con su cuerpo físico, es inadecuada porque, precisamente, su liberación de ese vehículo lento, pesado e imperfecto, significa vida, libertad, evolución y una vida más abundante en un hogar en el que proliferan la alegría, la felicidad, la paz, la comprensión y el progreso.